terça-feira, 13 de julho de 2010

Neruda entre nosotros

Mis ojos no vinieron para morder olvido.
Canto General, "La arena traicionada"
Yo te amo, pura tierra, como tantas
cosas amé contrarias:
la flor, la calle, la abundancia, el rito.
Canto General, "Hacia Recabarren"

Tan cercano como está en la vida y en la muerte, toda tentativa de fijarlo desde la escritura corre el riesgo de cualquier fotografía, de cualquier testimonio unilateral: Neruda de perfil, Neruda poeta social, las aproximaciones usuales y casi siempre falibles. La historia, la arqueología, la biografía, coinciden en la misma terrible tarea: clavar la mariposa en el cartón. Y el único rescate que las justifica viene de la zona imaginaria de la inteligencia, de su capacidad para ver en pleno vuelo esas alas que ya son ceniza en cada pequeño ataúd de museo. Cuando entré por última vez a su dormitorio de Isla Negra, en febrero de este año, Pablo Neruda estaba en cama, acaso ya definitivamente inmovilizado, y sin embargo sé que aquella tarde y aquella noche anduvimos juntos por playas y senderos, que llegamos aún más lejos que dos años antes, cuando él había venido a esperarme a la entrada de la casa y había querido mostrarme las tierras que pensaba donar para que a su muerte alzaran allí una residencia de escritores jóvenes.
Así, como paseando a su lado y escuchándolo, quisiera decir aquí mi palabra de latinoamericano ya viejo, porque muchas veces en el torbellino de la casi impensable aceleración histórica del siglo he sentido dolorosamente que la imagen universal de Pablo Neruda era para muchos una imagen maniquea, una estatua ya erigida que los ojos de las nuevas generaciones miraban con ese respeto mezclado de indiferencia que parece ser el destino de todo bronce en toda plaza. A esos jóvenes de cualquier país del mundo quisiera contarles con la llaneza del que encuentra a sus amigos en el café, las razones de un amor que trasciende la poesía por sí misma, un amor que tiene otro sentido que mi amor por la poesía de John Keats o de César Vallejo o de Paul Eluard ; hablarles de lo que sucedió en mis tierras latinoamericanas en esa primera mitad de un siglo que para ellos se confunde ya en la continuidad de un pasado que todo lo devora y lo confunde.
En el principio fue la mujer; para nosotros, Eva precedió a Adán en mi Buenos Aires de los años treinta. Éramos muy jóvenes, la poesía nos había llegado bajo el signo imperial del simbolismo y del modernismo, Mallarmé y Rubén Darío, Rimbaud y Rainer María Rilke : la poesía era gnosis, revelación, apertura órfica, desdén de la realidad convencional, aristocracia rechazando el lirismo fatigado y rancio de tanto bardo sudamericano. Jóvenes pumas ansiosos de morder en lo más hondo de una vida profunda y secreta, de espaldas a nuestras tierras, a nuestras voces, traidores inocentes y apasionados, cerrándose en cónclaves de café y de pensiones bohemias: entonces entró Eva ha­blando español desde un librito de bolsillo nacido en Chile, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Muy pocos conocían a Pablo Neruda, a ese poeta que bruscamente nos devolvía a lo nuestro, nos arrancaba a la vaga teoría de las amadas y las musas europeas para echamos en los brazos a una mujer inmediata y tangible, para enseñamos que un amor de poeta latinoamericano podía darse y escribirse hic et nunc, con las simples palabras del día, con los olores de nuestras calles, con la simplicidad del que descubre la belleza sin el asentimiento de los grandes heliotropos y la divina proporción.
Pablo lo sabía, lo supo muy pronto: no opusimos resistencia a esa invasión que nos liberaba, a esa fulminante reconquista. Por eso, cuando leímos Residencia en la tierra no éramos ya los mismos, los jóvenes pumas se lanzaban ya por su cuenta a la caza de presas tanto tiempo despreciadas. Después de Eva veíamos llegar al Demiurgo, resuelto a trastrocar un orden bíblico que no habíamos establecido los latinoamericanos; ahora íbamos a asistir a la creación verbal del continente, el pez iba a llamarse pez por boca americana, las cosas y los seres se proponían y se dibujaban desde la matriz original que nos había hecho a todos, sin la sanción tranquilizadora de los Linneo y los Cuvier y los Humboldt y los Darwin que nos habían legado paternalmente sus modelos y sus nomenclaturas. Me acuerdo, me acuerdo tanto : Rubén Darío se desplazó vertiginosamente en mi geografía poética, de la noche a la mañana pasó a ser un gran poeta lejano, como Quevedo o Shelley o Walt Whitman; en nuestra dilatada, desierta y salvaje tierra mental, que habíamos llenado de necesarias y vagarosas mitologías, Residencia se precipitó en la Argentina como antaño San Martín en Chile para liberarlo, como Bolívar picando sus águilas desde el norte ; la poesía tiene su historia militar, sus conquistas y sus batallas, el verbo es legión y carga, y la vida de todo hombre sensible a la palabra guarda en su memoria incontables cicatrices de esos profundos, indecibles arreglos de cuentas entre el ayer y el hoy, entre lo artificial y lo auténtico ; inútil murmurar que lo recíproco no existe, que Chile está hoy ahí para probar hasta qué punto la historia militar ignora la poesía, eso que en última instancia es lo humano en su exigencia más alta, allí donde la justicia se quita la venda que el sistema le ha puesto en los ojos, y sonríe como una mujer que ve jugar a un niño.
Neruda no nos dio demasiado tiempo para recobrarnos, para tomar esa distancia que la inteligencia establece hasta con lo más amado puesto que su razón de ser está en un plus ultra incesante. Aceptar, asimilar Residencia en la tierra exigía acceder a una dimensión diferente de la lengua y, desde allí, ver americano como jamás se había visto hasta entonces. (Ya algunos de nosotros, movidos por el azar de librerías o amistades, entrábamos con el mismo asombro en una nue­va faceta de esa inconcebible metamorfosis de nuestra palabra: Trilce, de César Vallejo, llegaba a Buenos Aires desde el norte, viajera secreta y temblorosa trayendo claves diferentes para un mismo reconocimiento americano). Pero Pablo no nos dio tiempo a mirar en torno, a hacer un primer balance de esa multiplicada explosión de la poesía. Vastos poemas que formarían luego parte de la tercera Residencia se sumaban tumultuosos a la primera gran cosmogonía para afinarla, especializarla, traerla cada vez más al presente y a la historia. Cuando la guerra civil española lo lleva a escribir España en el corazón, Neruda ha dado el paso final que lo desplaza del escenario a los actores, de la tierra a los hombres ; su definición política que tanto malentendido innoble haría surgir (y pudrir) en América Latina, tiene la necesidad y la llaneza del cumplimiento amoroso, de la posesión en la entrega última ; y es fácil advertir que el signo ha cambiado, que a la lenta, apasionada enumeración de los frutos terrestres por boca de un hombre solitario y melancólico, sucede ahora la insistente llamada a recobrar esos frutos jamás gozados o injustamente perdidos, la proposición de una poesía de combate lentamente forjada desde la palabra y desde la acción. En Buenos Aires, capital de la prescindencia histórica, este segundo y más terrible espolazo de Neruda bastó para hacer caer muchas máscaras; me tocó ver, testigo irónico, cómo nerudianos fanáticos repudiaban bruscamente su poesía, mientras oportunistas al viento de las reivindicaciones exaltaban una obra que les era palpablemente ininteligible salvo en sus significados más obvios. Quedaron los que lo merecían, comprometidos o no en el plano político (lo digo expresamente, puesto que a mí me faltaba aún la Revolución Cubana para despertarme), y para ésos la obra de Neruda siguió siendo como un pulso, una vasta respiración americana frente a las delicuescencias pasatistas y las fidelidades cada vez más ridículas a los cánones extranjeros. Sé que le debo a Neruda el acceso a Vallejo, a Octavio Paz, a Lezama Lima, a Cardenal, poetas tan diferentes como unidos, tan individuales como fraternos. Pero lo repito, él no nos daba tregua, no nos dio nunca tregua; poema tras poema, libro tras libro, su imperiosa brújula exigía la revisión de nuestros rumbos, nos llamaba sin proponérselo, sin el menor paternalismo de poeta mayor, de abuelo Hugo latinoamericano; simplemente ponía otro libro sobre la mesa, y pálidos fantasmas corrían a esconderse. Cuando llegó el Canto general, el ciclo de creación entró en su último día necesario; luego seguirían muchos otros, memorables o de simple fiesta, vendrían los poemas bien ganados del que se sienta a recordar su vida con los amigos, como el entrañable Extravagario y tantos momentos del Memorial de Isla Negra; Neruda envejecía sin renunciar a su sonrisa de muchacho travieso, entraba por la fuerza de las cosas en el ciclo de las solemnidades, los paseos utilizables, la más que innecesaria consagración del Premio Nobel, último manotazo del sistema para recuperar lo irrecuperable, el aire libre, el gato en el tejado jugando con la luna.
Mucho se ha escrito sobre el Canto general, pero su sentido más hondo escapa a la crítica textual, a toda reducción sólo centrada en la expresión poética. Esa obra inmensa es una monstruosidad anacrónica (se lo dije un día a Pablo, que me contestó con una de sus lentas miradas de tiburón varado), y por ello una prueba de que América Latina no solamente está fuera del tiempo histórico europeo sino que tiene el perfecto derecho y, lo que es más, la penetrante obligación de estarlo. Como, en un terreno no demasiado diferente al fin y al cabo, Paradiso de José Lezama Lima, el Canto general decide hacer tabla rasa y empezar de nuevo por si fuera poco, lo hace. Porque apenas se piensa en esto, es casi obvio que la poesía contemporánea de Europa y de las Américas es una empresa definidamente limitada, una provincia, un territorio, a la vez dentro del campo de expresión verbal y dentro de la circunstancia personal del poeta. Quiero decir que la poesía contemporánea, incluso la de intención social como la de un Aragon, un Nazim Hikmet o un Nicolás Guillén, que me vienen los primeros a la memoria y están lejos de ser los únicos, se da circunstancia a determinadas situaciones e intenciones. Más perceptible es esto todavía en la poesía no comprometida, que en nuestros tiempos y en todos los tiempos tiende a concentrarse en lo elegíaco, lo erótico o lo costumbrista. Y en ese contexto, cuya infinita riqueza y hermosura no sólo no niego sino que me ha ayudado a vivir, llega un día el Canto general como una especie de absurda, prodigiosa geogonía latinoamericana, quiero decir una empresa poética de ramos generales, un gigantesco almacén de ultramarinos, una de esas ferreterías donde todo se da desde un tractor hasta un tornillito; con la diferencia de que Neruda rechaza soberanamente lo prefabricado en el plano de la palabra, sus museos, galerías, catálogos y ficheros que de alguna manera nos venían proponiendo un conocimiento vicario de nuestras tierras físicas y mentales, deja de lado todo lo hecho por la cultura e incluso por la naturaleza; él es un ojo insaciable retrocediendo al caos original, una lengua que lame las piedras una a una para saber de su textura y sus sabores, un oído donde empiezan a entrar los pájaros, un olfato emborrachándose de arena, de salitre, del humo de las fábricas. No otra cosa había hecho Hesíodo para abarcar los cielos mitológicos y las labores rurales; no otra cosa intentó Lacrecio, y por qué no Dante, cosmonauta de almas. Como algunos de los cronistas españoles de la conquista, como Humboldt, como los viajeros ingleses del Río de la Plata, pero en el límite de lo tolerable, negándose a describir lo ya existente, dando con cada verso la impresión de que antes no había nada, de que ese pájaro no tenía ese nombre y que esa aldea no existía. Y cuando yo le hablé de eso, él me miraba con soma y volvía a llenarme el vaso, señal inequívoca de que estabas bastante de acuerdo, hermano viejo.
Por cosas así pienso que la obra de Pablo Neruda ha sido para los latinoamericanos de mi tiempo algo que trasciende los parámetros usuales en que dialécticamente se mueven el hacedor y el lector de poesía. Cuando pienso en ella, la palabra obra tiene para mí una consistencia arquitectónica, un peso de mampostería, porque su acción en muchos de nosotros no sólo se cumplió en ese plano general de enriquecimiento ontológico que da toda gran poesía, sino en el de una toma directa de contacto con materias, formas, espacios y tiempos de nuestra América. ¿Quién podrá llegar hasta el litoral chileno y asomarse al Pacífico implacable sin que los versos de la Barcarola vuelvan desde la ya remota Residencia en la tierra, quién subirá a Macchu Picchu sin sentir que Pablo lo precede en la interminable teoría de peldaños y colmenas? Lo digo con riesgo, lo digo con dolor: cuánta poesía querida se me adelgazó entre las manos después de esa terrible precipitación mineral y celular. Y lo digo también con gratitud: porque ningún poeta mata a los demás poetas, simplemente los ordena de otra manera en la trémula biblioteca de la sensibilidad y la memoria. Habíamos vivido y leído de prestado, aunque los préstamos fueran tan hermosos; habíamos amado en poesía algo como un privilegio diplomático, una extraterritorialidad, el nepente verbal de tanta torpe tiranía y tanta insolente expoliación de nuestras vidas civiles; sin soberbia, sin jamás reprocharnos nuestras delicadas prescindencias, Neruda nos abrió la más ancha de las puertas hacia esa toma de conciencia que algún día se llamará de veras libertad. Ahora podíamos seguir leyendo a Mallarmé y a Rilke, puestos en su órbita precisa, pero ahora no podíamos negar que éramos latinoamericanos; yo sé, lo sabe lo más exigente de mi ser, que nadie salió perdiendo en esa furiosa confrontación de materias poéticas.
Por eso, a los que demasiado fácilmente olvidan, los invito a releer el Canto general para que a la luz (no, a la tiniebla) de lo que ocurre en Chile, en Uruguay, en Bolivia -complete usted mismo la lista interminable- verifiquen la implacable profecía y la invencible esperanza de uno de los hombres más lúcidos de nuestro tiempo. Imposible abarcar ese horizonte, esa rosa de los vientos que se vuelve húmedo erizo para apuntar a sus multiplicados rumbos; sólo aludiré al retrato de tanto dictador, de tanto tirano que Neruda nombró y describió sin vacilar en ese libro como si supiera que iba más allá de sus miserables personas, que su denuncia abarcaba un futuro donde habría de esperarlo otra vez la pesadilla. Los invito, para no citar más que uno, a releer el poema en que González Videla es acusado de traidor a su patria, y a sustituir su nombre por el de Pinochet, a quien Salvador Allende también habría de llamar traidor antes de caer asesinado; los invito a releer los versos en que Neruda transcribe cartas y testimonios de chilenos torturados, vejados y muertos por la dictadura ; habría que estar ciego y sordo para no sentir que esas páginas del Canto general fueron escritas hace dos meses, hace quince días, anoche, ahora mismo, escritas por un poeta muerto, escritas para nuestra vergüenza y acaso, si alguna vez lo merecemos, para nuestra esperanza.
Conocí muy poco al hombre Pablo Neruda, porque entre mis defectos está el de no acercarme a los escritores, preferir egoístamente la obra a la persona. Dos testimonios había tenido de su afecto por mí: un par de libros dedicados que me hizo llegar a París, sin que jamás hubiera recibido nada mío, y una página que envió a alguna revista cuyo nombre no recuerdo, y en la que generosamente trataba de aplacar una falsa, absurda polémica entre José María Agüedas y yo a propósito de escritores "residentes" y escritores "exiliados"». Cuando Salvador Allende asumió la presidencia en noviembre de 1970, quise estar en Santiago cerca de mis hermanos chilenos, asistir a algo que era harto más que una ceremonia, la primera apertura hacia el socialismo en el sector austral del continente. Alguien llamó a mi hotel con una voz de lento río: "Me dicen que estás muy cansado, ven a Isla Negra y quédate unos días, ya sé que no te gusta ver gente, estaremos solos con Matilde y mi hermana, Jorge Edwards te traerá el auto, vendrán Matta y Teresa a almorzar, nadie más". Fui, claro, y Pablo me regaló un poncho de Temuco y me mostró la casa, el mar, los solitarios campos. Como si tuviera miedo de cansarme, me dejó andar por los salones vacíos, mirar despacio y a mi gusto la caverna de Aladino, su Xanadú de interminables maravillas. Casi inmediatamente comprendí esa correspondencia rigurosa entre la poesía y las cosas, entre el verbo y la materia. Pensé en Anna de Noailles preguntándole a una amiga el nombre de una flor entrevista en un paseo, y asombrándose: "Ah, pero si es la misma que tantas veces he nombrado en mis poemas", y sentí lo que iba de eso a un poeta que jamás nombró sin antes palpar, vivir lo nombrado. Cuánto resentido, cuánto envidioso ironizó en su día sobre los mascarones de proa, los atlas, los compases, los barcos en las botellas, las primeras ediciones, las estampas y los muñecos, sin comprender que esa casa, que todas las casas de Neruda eran también poemas, réplica corroboración de las nomenclaturas de Residencia y del Canto, prueba de que nada, ninguna sustancia, ninguna flor había entrado en sus versos sin ser lentamente mirada y olida, sin darle y ganarse el derecho a vivir para siempre en la memoria de los que recibirían en pleno pecho esa poesía de encarnación verbal, de contacto sin mediaciones. Incluso la muerte de Pablo Neruda entre escombros y alimañas uniformadas, ¿no es un último poema de combate? Sabíamos que estaba condenado por el cáncer que era una cuestión de tiempo y que acaso hubiera muerto el día en que murió aunque la ralea vencedora no le hubiera destrozado y saqueado la casa. Pero el destino habría de dibujarlo hasta el fin como lo que él había querido ser; voluntariamente o no, ya ajeno a lo circundante o mirando las ruinas de su casa con esos ojos de alcatraz a los que nada escapaba, su muerte es hoy su verso más terrible, el salivazo en plena cara del verdugo. Como en su día el Che Guevara, como Nguyen Van Troy, como tantos que mueren sin rendirse. Me acuerdo de la última vez que lo vi, en febrero de este año; cuando llegué a Isla Negra me bastó ver la gran puerta cerrada para comprender, con algo que ya no eran las certidumbres de la ciencia médica, que Pablo me citaba para despedirse. Mi mujer había esperado grabar una charla con él para la radio francesa; nos miramos sin hablar, y el grabador quedó en el auto. Matilde y la hermana de Pablo nos llevaron al dormitorio desde donde él continuaba su diálogo con el océano, con esas olas en las que había visto los gigantescos párpados de la vida. Lúcido y esperanzado (eran las vísperas de las elecciones en las que la Unidad Popular afirmó su derecho a gobernar) nos dio su último libro. "Ya que no puedo ir a las manifestaciones ni hablarle al pueblo, quiero estar presente con estos versos que escribí en tres días". El título lo explicaba todo: Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena; versos para gritar en las esquinas, para que los cantores populares les pusieran música, para que los obreros y los campesinos los leyeran en sus centros y en sus casas. Un televisor a los pies de la cama lo mantenía al tanto del proceso electoral; novelas policiales, que tanto le gustaban eran mejor sedante que las inyecciones cada vez mas necesarias. Hablamos de Francia, de su último cumpleaños en la casa de Normandía donde los amigos habíamos llegado de todas partes para que Pablo sintiera un poco menos la geométrica soledad del diplomático famoso, y donde con gorros de papel, largos tragos y música lo despedimos (él lo sabía, y nosotros sabíamos que él lo sabía). Hablamos de Salvador Allende que había venido a visitarlo en esos días sin previo aviso, sembrando la estupefacción con un helicóptero inconcebible en Isla Negra; y por la noche, aunque insistíamos en irnos, en que descansara, Pablo nos obligó a mirar con él un horrendo folletín de vampiros en la televisión, fascinado y divertido al mismo tiempo, abandonándose a un presente de fantasmas más reales para él que un futuro que sabía cerrado. En mi primera visita, dos años atrás, me había abrazado con un hasta pronto que habría de cumplirse en Francia; ahora nos miró un momento, sus manos en las i nuestras, y dijo: «Mejor no despedirse, verdad», los fatigados ojos ya distantes.
Era así, no había que despedirse; esto que he escrito es mi presencia junto a él y junto a Chile. Sé que un día volveremos a Isla Negra, que su pueblo entrará por esa puerta y encontrará en cada piedra, en cada hoja de árbol, en cada grito de pájaro marino, la poesía siempre viva de ese hombre que tanto lo amó.

Julio Cortázar. Ginebra, 1973.

Ps: No Livro "Obra Crítica", os versos citados são, respectivamente, de "La arena traicionada" e de "Hacia Recabarren". Neste site, no entanto, a ordem está invertida. Dei uma procurada no Canto General, e parece que a ordem do site é a correta.
Ps2: Neruda nasceu em 12 de julho, por isso a postagem (apesar de já ser dia 13...).

sexta-feira, 4 de junho de 2010

Os Indiferentes

Odeio os indiferentes. Como Friederich Hebbel acredito que "viver significa tomar partido". Não podem existir os apenas homens, estranhos à cidade. Quem verdadeiramente vive não pode deixar de ser cidadão, e partidário. Indiferença é abulia, parasitismo, covardia, não é vida. Por isso odeio os indiferentes.
A indiferença é o peso morto da história. É a bala de chumbo para o inovador, é a matéria inerte em que se afogam freqüentemente os entusiasmos mais esplendorosos, é o fosso que circunda a velha cidade e a defende melhor do que as mais sólidas muralhas, melhor do que o peito dos seus guerreiros, porque engole nos seus sorvedouros de lama os assaltantes, os dizima e desencoraja e às vezes, os leva a desistir de gesta heróica.
A indiferença atua poderosamente na história. Atua passivamente, mas atua. É a fatalidade; e aquilo com que não se pode contar; é aquilo que confunde os programas, que destrói os planos mesmo os mais bem construídos; é a matéria bruta que se revolta contra a inteligência e a sufoca. O que acontece, o mal que se abate sobre todos, o possível bem que um ato heróico (de valor universal) pode gerar, não se fica a dever tanto à iniciativa dos poucos que atuam quanto à indiferença, ao absentismo dos outros que são muitos. O que acontece, não acontece tanto porque alguns querem que aconteça quanto porque a massa dos homens abdica da sua vontade, deixa fazer, deixa enrolar os nós que, depois, só a espada pode desfazer, deixa promulgar leis que depois só a revolta fará anular, deixa subir ao poder homens que, depois, só uma sublevação poderá derrubar. A fatalidade, que parece dominar a história, não é mais do que a aparência ilusória desta indiferença, deste absentismo. Há fatos que amadurecem na sombra, porque poucas mãos, sem qualquer controle a vigiá-las, tecem a teia da vida coletiva, e a massa não sabe, porque não se preocupa com isso. Os destinos de uma época são manipulados de acordo com visões limitadas e com fins imediatos, de acordo com ambições e paixões pessoais de pequenos grupos ativos, e a massa dos homens não se preocupa com isso. Mas os fatos que amadureceram vêm à superfície; o tecido feito na sombra chega ao seu fim, e então parece ser a fatalidade a arrastar tudo e todos, parece que a história não é mais do que um gigantesco fenômeno natural, uma erupção, um terremoto, de que são todos vítimas, o que quis e o que não quis, quem sabia e quem não sabia, quem se mostrou ativo e quem foi indiferente. Estes então zangam-se, queriam eximir-se às conseqüências, quereriam que se visse que não deram o seu aval, que não são responsáveis. Alguns choramingam piedosamente, outros blasfemam obscenamente, mas nenhum ou poucos põem esta questão: se eu tivesse também cumprido o meu dever, se tivesse procurado fazer valer a minha vontade, o meu parecer, teria sucedido o que sucedeu? Mas nenhum ou poucos atribuem à sua indiferença, ao seu cepticismo, ao fato de não ter dado o seu braço e a sua atividade àqueles grupos de cidadãos que, precisamente para evitarem esse mal combatiam (com o propósito) de procurar o tal bem (que) pretendiam.
A maior parte deles, porém, perante fatos consumados prefere falar de insucessos ideais, de programas definitivamente desmoronados e de outras brincadeiras semelhantes. Recomeçam assim a falta de qualquer responsabilidade. E não por não verem claramente as coisas, e, por vezes, não serem capazes de perspectivar excelentes soluções para os problemas mais urgentes, ou para aqueles que, embora requerendo uma ampla preparação e tempo, são todavia igualmente urgentes. Mas essas soluções são belissimamente infecundas; mas esse contributo para a vida coletiva não é animado por qualquer luz moral; é produto da curiosidade intelectual, não do pungente sentido de uma responsabilidade histórica que quer que todos sejam ativos na vida, que não admite agnosticismos e indiferenças de nenhum gênero.
Odeio os indiferentes também, porque me provocam tédio as suas lamúrias de eternos inocentes. Peço contas a todos eles pela maneira como cumpriram a tarefa que a vida lhes impôs e impõe quotidianamente, do que fizeram e sobretudo do que não fizeram. E sinto que posso ser inexorável, que não devo desperdiçar a minha compaixão, que não posso repartir com eles as minhas lágrimas. Sou militante, estou vivo, sinto nas consciências viris dos que estão comigo pulsar a atividade da cidade futura que estamos a construir. Nessa cidade, a cadeia social não pesará sobre um número reduzido, qualquer coisa que aconteça nela não será devido ao acaso, à fatalidade, mas sim à inteligência dos cidadãos. Ninguém estará à janela a olhar enquanto um pequeno grupo se sacrifica, se imola no sacrifício. E não haverá quem esteja à janela emboscado, e que pretenda usufruir do pouco bem que a atividade de um pequeno grupo tenta realizar e afogue a sua desilusão vituperando o sacrificado, porque não conseguiu o seu intento.
Vivo, sou militante. Por isso odeio quem não toma partido, odeio os indiferentes.

Antonio Gramsci. 11 de Fevereiro de 1917

quinta-feira, 3 de junho de 2010

La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero "Hotel de Belgique".
Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. hasta luego, querida. Que te vaya bien.
Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar uma cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el café.
Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro de lladrillo de cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la meoria. No creas que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro hacia la pared y ábrete paso. ¡Oh, cómo cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente: la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las unãs me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, u juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina.

Julio Cortázar. Historias de Cronopios y de Famas.

quarta-feira, 26 de maio de 2010

When routine bites hard
And ambitions are low
And resentment rides high
But emotions won't grow
And we're changing our ways
Taking different roads


Then love, love will tear us apart, again
Love, love will tear us apart, again

Why is the bedroom so cold?
You've turned away on your side
Is my timing that flawed?
Our respect runs so dry
Yet there's still this appeal
That we've kept through our lives

But love, love will tear us apart, again
Love, love will tear us apart, again

You cry out in your sleep
All my failings exposed
And there's taste in my mouth
As desperation takes hold
Just that something so good
Just can't function no more

But love, love wil tear us apart, again
Love, love will tear us apart, again
Love, love will tear us apart, again
Love, love will tear us apart, again

quinta-feira, 20 de maio de 2010

Estranha Forma de Vida

Letra: Amália Rodrigues
Música: Alfredo Marceneiro


Foi por vontade de Deus
que eu vivo nesta ansiedade.
Que todos os ais são meus,
que é toda a minha saudade.
Foi por vontade de Deus.

Que estranha forma de vida
tem este meu coração:
vives de vida perdida;
Quem lhe daria o condão?
Que estranha forma de vida.

Coração independente,
coração que não comando:
vives perdido entre a gente,
teimosamente sangrando,
coração independente.

Eu não te acompanho mais:
para, deixa de bater.
Se não sabes aonde vais,
porque teimas em correr?
eu não te acompanho mais

Se não sabes onde vais:
para, deixa de bater,
eu não te acompanho mais.

sexta-feira, 19 de fevereiro de 2010

Àqueles que nada querem aprender.

SOUBE QUE VOCÊS NADA QUEREM APRENDER

Soube que vocês nada querem aprender
Então devo concluir que são milionários.
Seu futuro está garantido - à sua frente
Iluminado. Seus pais
Cuidaram para que seus pés
Não topassem com nenhuma pedra. Neste caso
Você nada precisa aprender. Assim como é
Pode ficar.

Havendo ainda difuculdades, pois os tempos
Como ouvi dizer, são incertos
Você tem seus líderes, que lhe dizem exatamente
O que tem a fazer, para que vocês estejam bem.
Eles leram aqueles que sabem
As verdades válidas para todos os tempos
E as receitas que sempre funcionam.
Onde há tantos a seu favor
Você não precisa levantar um dado.
Sem dúvida, se fosse diferente
Você teria que aprender.

Bertold Brecht.

Acho extremamente nocivo o desinteresse das pessoas. O desinteresse por tudo. Até pelo próprio curso. Estudo na famosa Universidade de São Paulo, a maior universidade do país e, quiçá, da América Latina. Apesar de todos os problemas (principalmente para nós, da FFLCH, e mais ainda para a Letras, que é o maior curso), ela ainda nos oferece um enorme leque de opções, que, querendo ou não, é único. Impossível não ficar fascinado com todo o conhecimento que se pode tirar de lá. E impossível não desanimar quando se vê que não é possível fazer todas as matérias que queremos.
Mas a realidade é muito diferente. Não se discute nada para além da sala de aula. Nada de discutir os conteúdos do curso, que dirá algo de política. Não parece que estudamos Literatura, Linguística... não parece que estudamos. Ponto. Muito menos que estamos na faculade mais mobilizada da USP. Grande parte dos alunos parece ainda estar no colégio: estuda por obrigação, apenas para passar de ano. Nem há nem preocupação com uma boa nota.
Diante disso, me pergunto: para que raios tanta comemoração ao passar no vestibular? Para se comportar da mesma maneira que aos 14 anos?
Estamos na faculdade, pelo amor de deus! Não acho certo levar o colégio com a barriga, mas pelo menos tem a desculpa de, na maioria das vezes, ser desinteressante, da escola no Brasil ser um lixo... mas na faculdade nós estamos, ao menos teoricamente, no curso que queremos. Não há como alguém não se interessar minimamente pelo que vemos lá.
As pessoas simplesmente não conseguem ter uma conversa minimamente séria. Depois me perguntam como consigo "discutir ideologia pelo orkut". Mas é claro que consigo. Nunca há nenhuma e, quando tem, é de se comemorar.
Se não há discussão, que dirá ação. Qualquer um que resolva se levantar contra o statuos quo é visto como uma ameaça. "Cuidado com a lavagem cerebral dos militantes", dizem. "Cuidado com a esquerda", "a esquerda é malvada e só sabe xingar quem discorda dela.". Só sabem chorar e ofender, não sabem discutir politicamente alguma coisa. Se você diz para a pessoa "olha, leia tal texto", ela se ofende, dizendo que você a está chamando de incompetente.
Oras! Não estamos na faculdade para estudar? Por que todos se consideram prontos? Será que acham que o estudo é só na sala de aula? ESSAS PESSOAS NÃO LÊEM?
Não relacionam seu curso com a realidade à sua volta. Oras, como querer estudar Letras sem saber o que se passa na política de seu país? O que é essa divisão? Nós estudamos Antonio Candido! O que é preciso pra essa gente se mexer? Que ele vá lá e diga "levantem sua bunda daí e vão protestar"?
O pior é que as pessoas se orgulham disso, de serem medíocres. Estufam o peito e dizem "eu não sei o que se passa no mundo e nem quero saber".
Simplesmente não consigo entender. Como alguém pode ficar quieto dirante de tudo o que acontece? Nosso curso está sendo jogado na lata do lixo na nossa frente, e as pessoas só sabem dizer "melcu"? É isso que tem na FFLCH? É nisso que lutamos tanto pra entrar?
Só me resta afirmar, com tristeza, que a Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas, famosa por suas grandes contribuições para o país (com exceção de um certo ex-presidente...), acabará formando alguns dos maiores analfabetos políticos do Brasil.

Enfim, nenhuma análise política profunda. Apenas um desabafo.

domingo, 24 de janeiro de 2010

O que será

O que será que me dá
Que me bole por dentro, será que me dá
Que brota à flor da pele, será que me dá
que me sobe às faces e me faz corar
E que me salta aos olhos a me atraiçoar
E que me aperta o peito e me faz confessar
O que não tem mais jeito de dissimular
E que nem é direito ninguém recusar
E que me faz mendigo, me faz suplicar
O que não tem medida, nem nunca terá
O que não tem remédio, nem nunca terá
O que não tem receita

O que será que será
Que dá dentro da gente e que não devia
Que desacata a gente, que é revelia
Que é feito uma aguardente que não sacia
Que é feito estar doente de uma folia
Que nem dez mandamentos vão conciliar
Nem todos os unguentos vão aliviar
Nem todos os quebrantos, toda alquimia
Que nem todos os santos, será que será
O que não tem descanso, nem nunca teráO que não tem cansaço, nem nunca terá
O que não tem limite

O que será que me dá
Que me queima por dentro, será que me dá
Que me perturba o sono, será que me dá
Que todos os tremores me vêm agitar
Que todos os ardores me vêm atiçar
Que todos os suores me vêm encharcar
Que todos os meus nervos estão a rogar
Que todos os meus órgãos estão a clamar
E uma aflição medonha me faz implorar
O que não tem vergonha, nem nunca terá
O que não tem governo, nem nunca terá
O que não tem juízo